Palabras apertura del grupo Synesis.
Oscar Leandro Gonzáles.
Oscar Leandro Gonzáles.
La iniciativa de Synesis ha resultado
principalmente de dos cuestiones que, si bien no son la misma, están íntimamente relacionadas: en primer
lugar ¿cómo se manifiesta y cómo debe emerger la filosofía en el ámbito académico? y, en
segundo lugar ¿qué nos hace pensar filosóficamente? Así pues, El propósito último de
nuestro ejercicio está marcado por la esencia misma de ese hacer emerger, aún cuando sólo sea
levemente intuido; en otras palabras, pretendemos dirigimos a la vecindad de la
experiencia del pensar filosófico. Ahora bien, si prestamos atención a las anteriores preguntas, nos
daremos cuenta fácilmente que de lo que se trata aquí es de interrogar por la manera en que
podemos, nosotros estudiantes de filosofía, hacer manifiesta la filosofía misma en nosotros.
Esto implica una detenida consideración no sólo metodológica, sino también reflexiva acerca de
nuestro propósito; en otras palabras, de la legitimidad y claridad de nuestra meta.
En primer lugar, debemos preguntarnos por el mismo
sentido de lo que nos proponemos al buscar el modo en que la filosofía se hace
manifiesta. En efecto, ¿se manifestará la filosofía al modo de un surgir desde sí, como lo que los griegos
llamaron la fisis?, ¿tiene la filosofía un carácter de algo físico en ese sentido griego? O
¿no será mejor que esa manera de traer delante que buscamos estará relacionada con eso que los
griegos llamaron poiésis? O por el contrario, ¿no será que estamos buscando la técnica por la
cual nos podamos provocar una experiencia pensante? La respuesta es relativa al mismo asunto
al que queremos dirigirnos. Así pues, antes de abordar nuestras dos primeras preguntas, debemos
empezar por cuestionar en qué consiste la experiencia del pensar filosófico.
Así plateadas las cosas nos encontramos con un
resultado peculiar. Ciertamente, buscar la esencia de la experiencia del pensar filosófico ya
implica un querer hacer que, por medio de nuestra atención pensante, emerja de la obscuridad
el ser de esa experiencia. Empero, en la medida en que tener una experiencia es algo que no
se puede preparar sino atendiéndonos a la cosa misma de la cual hacemos experiencia, no nos
queda otro remedio que preguntar: de qué modo nuestra atención pensante se acomoda mejor a
la cosa misma. Estamos pues en un círculo: no sabremos qué es filosofía si no la
hacemos emerger, pero no sabremos como hacerla emerger si no sabemos previamente qué es la
filosofía. Por ahora podemos decir que, de alguna forma, tenemos una relación con la
filosofía; el hecho de preguntar por ella y el carácter mismo de nuestras preguntas ya nos puede dar una
guía inicial. Y es que, cuando nos cuestionamos cómo hacer emerger la experiencia del
pensar filosófico, estamos diciendo varias cosas: en primer lugar, que la filosofía es algo
que se hace de algún modo manifiesto; en segundo, que la filosofía es algo que
experimentamos y no algo que adquirimos, por decir así, en el supermercado de las profesiones
universitarias; y, en tercer lugar sobre todo, estamos diciendo que carecemos de esa experiencia del
pensar filosófico, ella misma nos habla y nos afecta desde su ausencia. Dicha ausencia la podemos
constatar primariamente en que lo que nos hace pensar filosóficamente está, para nosotros,
envuelto entre tinieblas: la experiencia del pensar filosófico nos afecta desde su ausencia. Con
todo, me parece a mí, que esta constatación lejos de ponernos en guardia contra el pensamiento,
o de decepcionarnos, debe ser la dirección sobre la cual se deben encaminar los esfuerzos
hacia la manifestación de la filosofía misma. En este sentido, me permitiré preguntar: ¿Cómo se
manifiesta la filosofía en la medida en que para nosotros está ausente?, ¿Cómo nos afecta dicha
ausencia?
Es un lugar común que, el espacio donde nos
encontramos con la filosofía, sea el académico. Si es que la filosofía es una disciplina, que tanto
mejor que una organización y un método para aprehender la manera en que se ‘hace’ filosofía.
Así pues, tenemos una serie de ‘asignaturas’ y, aquél que quiera ser un filósofo deberá pues
demostrar, como en una carrera de vallas que puede a presar de los obstáculos, superar todas las
pruebas. Pero, en esta loca carrera por no perder a la vez que se intenta aprehender a toda velocidad,
tenemos como suele decirse el palpito de que, apenas entramos en el ambiente de las aulas y
seguimos sus necesarias reglas, algo se ha perdido y por alguna razón la experiencia del
pensar filosofante ha desaparecido y se ha ocultado tras una serie de apariencias:
En primer lugar, la Academia está imposibilitada
para hacer manifiesta la filosofía en la medida en que ella, actualmente, sólo está capacitada para
dar historia de la filosofía; este no es un error que tenga su origen en la Academia, sino algo que
se hace manifiesto de la filosofía misma a saber: que ella está muerta en tanto pensar
metafísico clásico. La Academia sabe muy bien que ya es estéril volver a pensar de la misma forma: en
la Academia, la ausencia de la experiencia del pensamiento se hace manifiesta como una
exigencia por pensar de otra manera y sin embargo no poder hacerlo sino como historia de lo
ya pensado.
En segundo lugar, la Academia, en tanto
procedimiento organizado de formación requerirá siempre un preceder técnico: habrá unos estándares,
una forma de escribir, una forma de participar, una forma de ir a clase, un profesor al
frente y unos estudiantes que toman nota; y ese tomar nota se ponderará con una nota que dará
cuenta de qué tan receptivo es el estudiante con su tomar nota. Pero, en tanto mera adquisición de
información, este tomar nota por parte del estudiante, es en verdad un simple estar enterado;
al igual que cuando ‘tomamos nota’ de lo que pasa en revistas y periódicos, lo que dice este o
aquél filósofo se convierte en una opinión más que habrá que saber pero que, en definitiva, no
tiene que ver conmigo. Heidegger ya nos lo decía: “la filosofía como especialidad, como
asignatura de examen, una disciplina en la que se hace el doctorado igual que en otras disciplinas.
Para los estudiantes y docentes la filosofía tiene la apariencia de una especialidad general sobre la
que se imparten lecciones: según eso, nuestro comportamiento respecto de ella es: escogemos tal asignatura
o pasamos de largo ante ella. Y no pasa nada por ello simplemente no sucede nada”. Y
en efecto no sucede nada, aún si estamos atentos a la clase, podemos incluso ser tan hábiles
con la terminología hasta que podamos repetir perfectamente lo que un pensador pensó y
así el profesor no podrá distinguir si hay una verdadera comprensión. Esto deja en claro que la
nota y su tomar nota por parte del estudiante no es la garantía de que seamos más pensantes. El
estudiante puede ser y es en la mayoría de los casos un hipócrita. En el proceder técnico de la
Academia, y en el correspondiente comportarse del estudiante con su típica indiferencia e
hipocresía, la ausencia del pensar filosofante se hace manifiesta como lo susceptible de ser imitado y
reproducido como la apariencia inauténtica de algo.
En tercer lugar, y si lo pensamos bien, la Academia es por naturaleza un lugar que tiene que dejar el mundo entre paréntesis; con esta expresión quiero significar que, en tanto estudio del conjunto de las cosas, las disciplinas deben, en mayor o en menor medida, establecer una distancia con ese mundo que quieren juzgar; no por nada Hegel vio cómo, el tomar conciencia de la materia misma como la realización de su verdad última, implica a su vez una enajenación de la autoconciencia misma y un convertir en objeto eso mismo que se quiere atrapar como vida plenamente vivida. Pero tal vez, y esa es nuestra impresión inmediata en esos casos, por más que estudiemos la filosofía, ello no nos garantiza ser ya filósofos. Si es que la filosofía, como dicen algunos, es un preguntar auténtico desde las propias inquietudes de la vida y que, por tanto, es algo que atañe a cada existencia en su singularidad, entonces debemos decir que la filosofía desborda a las aulas en la medida en que la Academia es solamente el ámbito objetivizante de esa misma vida. Estudiar filosofía, tal vez como ninguna otra disciplina de la Universidad, exige que ya hayamos tenido un contacto previo con ella. En el desbordarse la filosofía de la Academia y en el exigirnos que previamente estemos en aquella antes de entrar a ésta, la ausencia de la filosofía emerge como la exigencia de una vida plenamente vivida.
Ante estas características de la Academia, algunos
amargamente han llorado la ausencia de la filosofía en los púlpitos y, cual evangelistas y
profetas de la salvación, añoran que un Nietzsche o un Foucault o un Estanislao Zuleta les dicten
clase y así, tal vez, hagan de la Academia el espacio donde se haga manifiesta la filosofía. Pero
a estos profetas nostálgicos se les pasa de largo que ni Nietzsche, ni Foucault, ni Estanislao
creían que la academia era un espacio para la filosofía en sí misma; la Academia, es y será
siempre, la manifestación externa, muchas veces superficial, de esa esencia interna, que es una
experiencia personal de eso que llamamos filosofía.
Empero, estos profetas nostálgicos tienen algo de
razón; y es que es estéril esperar la interpretación correcta de un determinado
autor: estudiar filosofía, dicen ellos con razón, no se puede convertir en un compendio
de qué era lo que pensaba Aristóteles, o qué era lo que pensaba Kant, o qué era
lo que pensaba Davidson o si será que estamos interpretando correctamente a
McDowell. Y esto porque, en primer lugar y como ya dije, el estudiante en su indiferencia
hipócrita puede de hecho decir la interpretación correcta sin que la entienda o
le afecte en lo más mínimo y en segundo lugar, porque lo que pensó Aristóteles
o Kant o Davidson, incluso lo que piensa McDowell, nos es por naturaleza
inaccesible. Y esto no solamente porque la mayoría de mis ejemplos ya están muertos
y no pueden ser desenterrados para preguntarles cuál es la interpretación
correcta sino más fundamentalmente porque a ellos siempre les estuvo velada la
totalidad de las consecuencias de lo que pensaron. Ser intérprete de un autor
implica un largo y arduo ejercicio que si bien comienza por rumiar como
Nietzsche dijera, debe tener como objetivo último una superación. En efecto, ¿Y
si Vaihinger se equivocó al interpretar a Kant?, ¿y qué tal que Gadamer nunca
haya comprendido bien a Heidegger y la hermenéutica sea solo una conclusión
superficial de su pensamiento?, ¿y qué tal que Hegel haya dicho todo por
chiste?, ¿Y si McDowell sólo pretende ganarse un sueldo y ser famoso? Hay personas
que le dedican toda su vida al pensamiento de santo Tomás sin tener en cuenta
que el mismo santo Tomás, en los últimos años de su vida, dijo con plena
lucidez que todo lo que había escrito no era más que un error. Podemos decir,
ciertamente, que Aristóteles ya no piensa y que lo que nos llega escrito es
sólo el leve testimonio ante el que nosotros nos debemos enfrentar como seres
que, aquí y ahora, sí pensamos. Por tanto, y tal vez reeditando una vieja tesis
de Platón, la palabra escrita es una ocasión para pensar, más no el pensamiento
mismo: claro lo tenía Sócrates al que Nietzsche pusiera el sugestivo apodo de:
“el que no escribía”. Otros, ante este aterrador panorama, al ver el abismo de
arbitrariedad que se podría abrir, reaccionan contra esta réplica de los
profetas nostálgicos y, cual guardianes de la piedra filosofal no hacen sino
defender lo poco que queda, adoptando una posición dogmática y así son tan capaces
de llamar a la filosofía un ejercicio de investigación, con procedimientos tan
vacíos como controlados. Es sorprendente cómo, los que entre ellos se dicen
llamar escépticos e investigadores, son más bien sectarios y, embriagados con
el néctar de sus verdades, forman religiones a las que filas de fanáticos se
unen, muchas veces por simple ingenuidad, dando su cuerpo y su alma a
cualquiera que los convence a punta de palabras. Pero estos guardianes de la
piedra filosofal también tienen algo de razón contra los profetas nostálgicos:
si todo vale, pasará lo que narraba Hegel en el prólogo a su Fenomenología:
será como la noche más obscura donde todas las vacas son negras. Así, mientras
cada posición se endurece, los primeros convierten su reclamo en vacía
ideología, mientras los segundos vuelven su tan invocado rigor en un
anquilosamiento reaccionario que, más que amor a la verdad, es miedo a la
filosofía.No obstante, debemos mantenernos por ahora, en nuestra simple
contratación fenoménica: que la filosofía está ausente y que dicha ausencia nos
interpela de modos diversos. La pregunta rectora de todo entonces tendrá que
ser: ¿cómo nos afecta dicha ausencia? Pero, cómo vamos a hablar aquí de
afectos, si lo que se supone de la filosofía es que ella es un espacio del pensamiento.
Pero ¿de dónde y con qué legitimidad, establecemos una distinción entre pensar
y afectos?, ¿no ha sido Platón, uno de los más grandes filósofos, el que a
definido la filosofía como una especie de arrebatamiento?, ¿No es la filosofía
misma un amor, es decir uno y el más fuerte de los afectos?: La interpelación de
la filosofía, su emerger, ya sea en la ausencia o no, siempre será una
interpelación al hombre en cuanto es en esencia un ser pensante; pero dicha interpelación
sólo aparece, en la medida en que nosotros hombres tenemos la capacidad de dejarnos
afectar por algo. A esa capacidad por la cual, como afectados por nuestro ahí
de manera originaria y auténtica lo llama Heidegger el estado de ánimo y era
para él una de las formas más importantes para adentrarnos a la filosofía. Para
él, uno de los estados de ánimo era el aburrimiento profundo y otro la
angustia. Mi propósito en este grupo será mostrar cómo, el estado de ánimo ante
la carencia de la filosofía ya no es propiamente el aburrimiento profundo de
Heidegger, sino el miedo. Empero, hay otras caras de la filosofía que también
producen otros estados de ánimo: el rigor, el ejercicio disciplinar puro, que
siempre es por naturaleza árido, debe también ser considerado una cara esencial
de la filosofía y produce y producirá siempre en el estudiante promedio un aburrimiento.
Lo que quiero decir aquí es que de las múltiples maneras en las que la
filosofía se manifiesta una buena parte de ellas, no son lo que podríamos decir
placenteras. Pero en esa falta de placer digo, se esconde una referencia
esencial a la esencia de la filosofía. Ese estado de ánimo del tedio, dice
mucho de la reacción que tenemos inmediatamente hacia la filosofía cuando
estamos la cotidianidad; y es que en dicha actitud la filosofía siempre se nos
mostrará como algo tedioso y árido, porque a la actitud natural la interpreta
como una carencia. La filosofía se nos manifiesta así como algo aburridor Por
otro lado, la cosa del pensar, dice Heidegger, es el asunto, en ese sentido de
lo polémico, lo que está en disputa. Lo que para nosotros muchas veces está en
disputa es nuestro propio ser como nuestra identidad, lo que se presenta a la
disputa es el intento de mantenernos incólumes ante algo que amenaza nuestro
propio discurso del mundo y que puede darse de varias maneras. Lo importante es
anotar que lo polémico, lo que está en disputa muchas veces ya no es el pensamiento
mismo. ¿Por qué no está en disputa la cosa misma del pensar que se mueve en los
pensadores que leemos académicamente? Porque no nos afecta esa cosa. En tanto
no nos afecte, nos encontramos por fuera del pensamiento. Ahora bien, tal vez
la cosa si nos afecta, nos afecta en el modo de la indiferencia. El fenómeno
que quiero describir aquí es esa escisión entre palabra y cosa que ya hubiera
visto Foucault; el texto filosófico es ‘una palabra más’ que debe ser
interpretada ‘correctamente’ pero que no tiene que ver con la realidad. No me
importa mucho que Aristóteles diga, por ejemplo, que el tiempo sea el número
del movimiento: eso es algo más que otro autor más ha dicho de entre el montón
de cosas que, tal vez de más, se han escrito sobre el tiempo. Lo que
Aristóteles escribió es otra opinión más, que además hay que aprehender
correctamente. ¿Por qué sucede esto? porque sólo puedo pensar auténticamente
algo que me afecta de modo originario. Para que algo me afecte de modo
originario, primeramente me tengo que dejar afectar, tengo que estar en el
afecto apropiado para que la cosa misma del pensar se me abra como lo que ella
es: como el asunto que está en disputa. Esto se puede hacer patente en
situaciones muy cotidianas: cuando peleamos con alguien que sea importante, que
de alguna menara esté vinculado afectivamente con nosotros, nuestra mente
empieza a darse razones y a dialogar consigo ya sea para reforzarse o para
arrepentirse; esa conciencia, es decir, ese conocer conmigo siempre aparecerá
cuando estemos solos, en dialogo con nosotros y para nosotros mismos. La idea
en filosofía es que la afirmación: ‘el tiempo es el número del movimiento’ nos
queme la piel y nos desespere tanto como cuando desesperados intentamos una
reconciliación. Por qué la palabra no vale por qué es una ‘cosa más’, porque el
lenguaje es un mero instrumento. Para nosotros Aristóteles solamente habla, y
tal vez lo hace de más. Hartos de la palabra, algunos dicen, a la experiencia
misma, otros dicen no palabras acciones. La ausencia del pensar filosófico se manifiesta
aquí como la escisión entre palabra y cosa a la que reaccionamos con el estado
de ánimo de la indiferencia.
Finalmente, no mencioné aquí el caso, tal vez más esencial, de la
angustia. Me parece a mí que este estado implica un ya estar comprometido con
la filosofía misma, un ya estar dentro de ella; es decir, la angustia, según mi parecer, no emerge directamente de
nuestra actitud natural, la angustia presupone un ya haber salido de dicha actitud. Por otro lado,
la tesis fuerte que quise proponer aquí no era examinar la filosofía misma como si ya
estuviéramos en ella. Debemos reconocer, que la filosofía se nos ha escapado, que ese lugar del pensamiento
sólo será alcanzado después de ulteriores esfuerzos. Ahora bien, si hemos
reconocido que todavía no pensamos, lo que quise ilustrar aquí fue, en consecuencia con ello,
como le emerge la filosofía a la actitud natural es decir, como se presenta el pensamiento cuando no
pensamos. Y se presenta el pensamiento a nuestra actitud natural en varias caras: como lo
tedioso y aburridor, como lo difícil y extenuante, como lo perturbador y atemorizante, pero también
como lo atrayente y enigmático.
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