Por Oscar Leandro González
Estoy de acuerdo en muchos de los puntos que
establece el escrito de Carlos que yo podría resumir en la siguiente frase o,
mejor, consigna: no hay que permitir en
filosofía que un profesor dicte una clase impunemente. Y ciertamente un
profesor, si es que hemos de co-laborar nosotros como estudiantes de alguna
forma y hemos de ser aún honrados, no debemos permitirle dar un curso sin que
ello tenga sus consecuencias: debe tenerlas por respeto al profesor que se
tiene en frente y ante todo por amor a la
cosa misma que pueda dar ocasión para pensar en cada curso. Pero esta tarea
supone que nosotros seamos algo más que un a-lumno; debemos ser, si bien no el
tribunal de la razón, si instigadores, fustigadores, tábanos completos ya sea
desde las preguntas del sentido común, como desde interrogantes profundas que
nos surgen de querer comprender la cosa
misma. Eso para mi significa que estamos lejos de ser estudiantes; estudio proviene de la palabra Studium que significa celo, aplicación ya que sólo aplicándose a la
cosa misma puede uno ajustar su obrar o no obrar, es decir, aprender.
Cualquier reclamo al profesor que está en
frente será siempre externo mientras no
nos apliquemos a la cosa misma, es decir, todo ideal de academia resulta
unilateral en la medida en que esperemos que ella dé lo que de hecho presupone
para que tengamos una relación provechosa con ella. En otras palabras también
la responsabilidad nos cabe a nosotros.
Carlos hace la siguiente pregunta: “¿Hasta qué
punto los que enseñan a leer en tanto que a comprender los textos que se
imparten, en realidad no castran la posibilidad de pensar filosóficamente de
manera seria y contundente?, ¿Existe realmente esta labor de los docentes?” yo
la considero una pregunta muy lúcida en un sentido primordial que puede ser
interpretado de la siguiente manera: ¿hasta qué punto el docente tiene la
convicción de que el pensamiento es algo positivo, es decir, un objeto
descubrible detrás de las apariencias de lo escrito?, ¿existe realmente, como
algo ahí delante, el pensamiento de un pensador?, ¿puede abordarse la filosofía
como un proceso de investigación cuyo resultado deba ser lo que el filósofo x quiso decir? Y es que de esta concepción, creo,
es de donde esos inconvenientes que vemos en las lecturas muchas veces áridas
que suelen haber en filosofía.
Yo he tenido la impresión de que no hay un
significado allende los textos porque los ellos están en buena medida vaciados
del significado común que podríamos atribuirle a los términos. En especial me
ha llamado la atención esa tesis que a este respecto expuso Platón en el Fedro;
la escritura parece tergiversar el pensamiento: nuestras palabras son tomadas
de lo que se ve, para hablar de lo que no se ve. Eso que no se ve en relación
con lo que se ve es lo que constituye propiamente la metáfora: la esencia de
las cosas, la cosa misma, se esconde en la enigmaticidad de esa relación, y si
llegara a ser el caso de que es el mundo una metáfora, hemos de pensar de una
manera distinta la relación con la lectura: no es lo que el filósofo x quiso
decir, sino aquello que suscita el texto mismo, en su trazo y en su contorno,
en su relación y en su composición, en su musicalidad: en sus silencios y en
sus contrapuntos.
Ciertamente estoy acuerdo con Carlos en que el
texto, lejos de ser una excusa para atenernos a él, sea más bien la ocasión
para que realmente nos afecte la cosa misma porque si dictar filosofía se
convierte en el mero investigar lo que dijo el filósofo x, ciertamente nada de
lo dicho nos va afectar, como tal vez a ese filosofo x sí le afectó y por ello escribió.
Debemos de dejar de pensar que la filosofía no tiene compromisos, es decir, que
no tiene inquietudes personales. Me parece que en Frege por ejemplo hay una
inquietud genuina existencial y para
encontrar eso que los eruditos siempre han querido hallar a saber: lo que Frege
quiso decir hemos previamente que ponernos en el tono de la pregunta que Frege
quiso responder. Pues precisamente por eso, porque Frege lo quiso decir, debemos más bien dejar hablar a la inquietud
misma que suscitó sus escritos. De modo que, una forma genuina de acercarse a
un texto, debe comenzar por esas inquietudes, por lo enigmático y así habrá un
compromiso más profundo con lo dicho. Habrá pues que invitar a docentes y
estudiantes a plantear el problema y no la solución.
En este sentido un paradigma siempre bueno de
citar es la manera en que Heidegger interpretaba un texto (yo creo que Hegel
fue el pionero en esta forma de enseñar la filosofía). Como Hannah Arendt lo testifica, esos viejos problemas de
la metafísica que estaban anquilosados y repetidos hasta el cansancio, tomaron
con este ‘rey secreto de la filosofía’ una mirada tan original que volvieron de
nuevo a la vida en lo que tenían de enigmáticos y atrayentes para esos primeros
filósofos. En cierto sentido, una academia que se precie de dar filosofía debe,
por lo menos, intentar en la medida en que nos lo permite nuestra propia
circunstancia, hacer de los problemas filosóficos problemas genuinos. La
pregunta que surge allí es ¿cómo eso se hace posible?
Por lo tanto estoy de acuerdo en que esa manera
de definir la naturaleza del trabajo monográfico es bastante desconcertante. Yo
diría mejor: si bien la mayoría de la veces no es posible la genialidad, en
tanto el pensamiento es algo de lo que todos los seres humanos somos capaces,
es algo que se debe y puede exigir y, por lo tanto, la única forma para ver la
honestidad de un trabajo monográfico está en el planteamiento de una inquietud
genuina con respecto a un autor. Los parámetros que se pongan después de ello
poco importan y no tengo ningún problema en cumplirlos, pues creo yo, la labor
del departamento de filosofía de la Universidad Nacional ha sido acertada en lo
que al proceder técnico y académico se refiere.
En aras de la honestidad, diría yo que me
encuentro satisfecho de la labor del departamento de filosofía de la
Universidad Nacional, en el sentido de que se ha esmerado en combinar la
libertad que exige enseñar la filosofía con sus ingredientes de rigor. Pero es cierto
que, mientras no haya un papel activo del estudiante, el profesor puede correr
el riesgo, aun en contra de su voluntad, de impartir
clases impunemente. El rigor, en el sentido de ir a la cosa misma, también
está del lado del estudiante, siempre y cuando aprendamos a dejar la
representación según la cual estudiar filosofía es investigar lo que ‘otro dijo’
en el sentido de que él lo dijo, sino
más bien estudiar lo que el otro dijo en el sentido de aplicarse a lo dicho: lo
dicho es la cosa misma que siempre es la misma en cada filosofo que la dice.
Así pues, tengo por seguro que lo que otro dijo
se dice mejor cuando tomamos lo dicho como algo realmente invocado, es decir,
como aquello que nos convoca a todos en la medida en que nos dejemos alcanzar
por el y considero que todo texto filosófico requiere de nosotros lectores que
tengamos esa aplicación, ese celo por la cosa misma. A mí me parece que muchos
profesores en efecto lo hacen sólo que, no podemos creer que sólo está del lado
de ellos ese deber de la cosa misma. La cosa misma es el asunto lo que hace converger a estudiantes y profesores de una
manera auténtica. Mientras la cosa misma no esté presente en ninguno de los
dos, no tiene caso ni las recriminaciones, ni tampoco las apologías a la
academia.
Ahora bien, en el fondo Carlos se hace la
pregunta de cómo puede la filosofía introducirse como experiencia genuina en el
ámbito académico. Sin embargo yo me sitúo en una pregunta anterior: ¿cómo, de
hecho, tenemos una experiencia de pensamiento? Por los ejemplos que Carlos pone
en su escrito, uno no puede evitar preguntarse: ¿son ‘genios’ los ‘genios’
porque se enfrentaron con la academia o porque ya son genios se chocaron con la
academia? Si es lo primero, bastaría con enfrentarse a la academia para hacer
filosofía y ser un ‘genio incomprendido’ pero, de ser lo segundo, poco importa
chocar con la academia.
Los ejemplos introductorios tienen como
objetivo hacer patente un fenómeno muy cierto pero que, a mi parecer, es a la
vez sólo algo superficial: el choque entre el filósofo y el erudito, o entre el
pensador y la academia pues ni es genio todo el que pelea contra la academia,
ni todo genio se desgasta peleando en la academia. En efecto, el problema de lo que sucedió a
Benjamín o a Nietzsche no fue que la academia no los reconociera, eso es apenas
el efecto normal cuando surge una nueva forma de ver las cosas. Así pues, en
contraste a lo que usted sostiene, yo propongo la siguiente posición: La
filosofía no se da en el salón de clase, en el claustro, ni en los
procedimientos académicos, sino cuando vamos a la cosa misma que nos hace
pensar y cuando ella nos hace realmente pensar, la exigencia según la cual la
filosofía tiene que hacerse manifiesta en la academia pasa a un segundo plano. En
otras palabras quiero poner en cuestión la premisa que esta en el fondo del
escrito de Carlos: que la academia sea el ámbito en el que necesariamente se
debe hacer manifiesta la filosofía.
Corremos el riesgo de que, ese pelear con los
estamentos académicos, sea simplemente una forma de evadir al abordaje de lo fundamental a saber: la
filosofía misma, a la que no se llega después de muchos preparativos e
introducciones, o por medio de una academia de determinadas características,
sino en el ejercicio constante de su mismo quehacer. Buscar la filosofía en la
academia no es la filosofía misma, sino que la filosofía es ella un buscar, pero
un buscar de lo fundamental. Por parafrasear aquí una consigna ya clásica, en
vez de pelear por lo que debería ser la academia, deberíamos más bien ir a las
cosas mismas: sólo en la búsqueda de las cosas mismas brota el ejercicio de la
filosofía como forma de vida, como actividad que se alimenta de sí misma y para
sí misma; es decir, no podemos ejercer la crítica hasta que no hayamos dio a lo
realmente fundamental.
Corremos el riesgo digo, de que nuestra
inquietud porque la academia sea un espacio para la filosofía se vuelva en una
inquietud insustancial. Ese riesgo lo corremos cuando caemos por fuera de la
meditación propiamente filosófica y nos enredamos en las disputas sobre las
distintas visiones del ejercicio filosófico. Pues bien, al que quiera pensar
filosóficamente tendrá que no andarse ya más con estas evasivas y empezar a
abordar sin cortapisas la inquietud que despierta toda meditación filosófica:
el porqué y el para qué, el fenómeno y el sentido, en fin, la cosa misma que es
ella pensar. Y me parece que el escrito de Carlos corre ese riesgo porque tiene
por cierta una representación determinada de la filosofía que siempre quedará
como algo unilateral mientras él no nos muestre el problema de fondo a saber: ¿qué
significa pensar de manera genuina la cosa misma?
Carlos nos dice que más que un documento académico
su escrito es un manifiesto político. Pero toda política me parece a mí que
nunca carece de arbitrariedad, es decir, sostiene una posición por una convicción
que no se pone en cuestión, no porque no se quiera poner en cuestión, sino
porque, como todo en política, debe ser un llamado a la acción. Pero yo digo,
el cambio en la acción sólo es posible en el cambio del pensamiento y el cambio
del pensamiento no lo tenemos porque eso de pensar es precisamente la pregunta
que surge y debe surgir como preparativo a un nuevo pensar. Para mí un cambio
de pensar surge de la relación con la cosa misma y genera en nosotros una
posición. Una posición es ya el componente activo porque el pensamiento mismo
es la acción, pero no es una acción en el sentido de la simple trasformación de
lo viejo porque es malo o insuficiente, sino que el pensamiento es acción
porque en él nada se queda quieto. Por lo tanto, el tomar posición no es un
negar satanizar la situación actual, sino ponerla en movimiento.
En otras palabras, tomar posición es reconocer
que todo pensar es por esencia plural y por lo tanto, debemos estar dispuestos
a poner nuestra propia convicción en movimiento y eso sólo ocurre cuando, lo
repetiré hasta el cansancio, nos acercamos a la cosa misma. Eso que Platón nos
quiso mostrar que ocurría al filósofo cuando pensaba y que consistía en parece
como muerto, no debe significar para nosotros que seamos indiferentes a lo que
está pasando, sino que lo que está pasando es la expresión de lo que nos invita
a pensar. Tener celo por eso que nos llama a pensar, es mantenerse en eso mismo
que ello nos exige y que es precisamente mantenernos pensándolo, mantenerlo en movimiento,
tomo manifiesto político en cambio, creo yo, quiere y requiere que
solidifiquemos eso que se puso en movimiento para defenderlo de la pluralidad
de situaciones que le salen al paso. En este sentido creo que había una
convicción en Sócrates del papel de la filosofía en la política a saber: destruir la política como proyecto de
salvación. Si los hombres, pensaba Sócrates, ponían en movimiento lo que
ellos creían por justicia, piedad o virtud, dejarían sus posiciones
unilaterales y se esforzarían más por buscar la justicia, la piedad o la
virtud.
Ahora bien, ¿puede dar la academia ese espacio?
Sí y no. Sí porque es posible en tanto que todos podemos pensar y no porque el
pensar no necesariamente tiene que aparecerse en la academia. Por parafrasear a
Hegel, la academia es lo insustancial frente a la cosa misma a la que le da
igual que la academia sea o no sea. El problema de la academia se desvanece en
cierto sentido cuando la poderosa atracción de la cosa misma, nos obliga a
poner todo nuestro esfuerzo en ella. La academia no puede garantizar que ello
suceda en cada estudiante, pero tampoco es un espacio negado para que surjan
experiencias de tipo auténtico: en otras palabras, debemos de reconocer que aún
no pensamos, que aún no llegamos a la cosa misma, ni siquiera como inquietud
fundamental y, por lo tanto, hasta que no haya existido una experiencia
auténtica con la cosa misma todo pensamiento crítico con la academia resulta
unilateral en la medida en que le exija a ella, algo que sólo se logra por
fuera de ella. Y así es como interpreto la experiencia de Nietzsche, la de
Benjamín o la de Foucault
Yo creo que la disputa con la academia era para
los filósofos algo secundario (no quiero decir que totalmente irrelevante), en
el sentido de que la única base sobre la que se hace filosofía es la cosa
misma. ¿Tiene la academia el deber de mostrarnos la cosa misma? Eso es considerar que la cosa misma, es
decir, la existencia, se reduce y agota en la academia. Pero la vida no es la
academia y por lo tanto, la filosofía no se reduce, agota o limita a ella. La
academia en filosofía es un espacio que presupone una cierta experiencia previa
con la filosofía, aun cuando sea confusa, pues esto es algo que se hace por
vocación y nada más. Si la filosofía ha de ser verdaderamente una forma de vida, hemos de tener la
mente abierta a espacios más allá de la academia; en otras palabras, a tener un
concepto amplio de vida. Como me
señaló un entrañable amigo que leyera también el escrito de Carlos, nuestro escritor
corre el riesgo de confundir la academia con la vida.
Sólo cuando los pensadores se han relacionado
con la cosa misma es que surge una posición y un verdadero pensamiento. El
pensamiento es siempre algo plural; dos personas que piensen igual de hecho no
piensan. Quisiera en este punto hacer notar lo que, a mi parecer, es un aspecto
interesante de una de las obras maestras de la filosofía: La Fenomenología del Espíritu; ese libro imposible y arduo me da la
impresión de que no solamente muestra el camino de la experiencia de la
conciencia, sino que también es un buen ejemplo de lo que significa filosofar:
cada vez que el pensamiento quiere ir a la cosa misma, él mismo, como
pensamiento, tiene que cambiar su forma de pensar de tal modo que, llegando a
lo mismo que experimentó al comienzo, ya no lo ve de la misma manera. Lo mismo
le pasaba a Kant: la virtud de este gran filósofo no consistió en diputas con
la academia que nuca le entendió plenamente, sino en el hecho de que Kant, pensó
y eso quiere decir: buscó la cosa misma y así cambio totalmente la manera de
ver la realidad. La cosa misma debemos pues entenderla con ese sentido de cosa que tenemos cuando decimos por
ejemplo: ‘la cosa de que hablamos’, ‘por donde va la cosa’; es decir, como ya
lo anotaba Heidegger, como el asunto:
el asunto en todos los filósofos es el mismo, pero lo mismo no es lo igual en
la medida en que todos ellos, al dirigirse a ese asunto, cambiaron su manera de
ver el mundo.
Y para mi el asunto que está en disputa es Dios
mismo. El dios de los filósofos se ha derrumbado desde hace mucho tiempo así
que preparar la llegada de Dios, debe para nosotros significar solamente:
volver a lo extraordinario en lo ordinario, es decir, volvérsenos enigmática de
nuevo la cosa misma, la vida en toda su amplitud. Si esto fuese un problema
meramente académico ya lo hubiésemos resuelto. Lo malo es que no hay formación
en filosofía, por más perfecta que nos parezca, que pueda garantizarnos la
búsqueda genuina de Dios que da vida. Porque Dios no ha de ser provocado, él
más bien nos llama, nos hace pensar, lo que debemos es atender oído avizor a su
llamada. Y lo diré claramente: para mí es la pregunta por Dios lo único que
realmente impulsa el pensamiento y que en nuestra época se manifiesta como
ausente. La ausencia es lo que debemos pensar, de modo que tomemos más en serio
eso de que aún no pensamos. Los problemas de la academia son sólo efectos, y no
vamos a curar, como malos médicos, sólo el síntoma y no la enfermedad. En otras palabras, es la cosa la que nos
invita a pensar de modo que la academia puede llegar a ser lo secundario.
Ahora bien, puede alguien decir que la cosa
misma en tanto que existencia, es lo que está pasando y lo que nos afecta aquí
y ahora. En eso estoy de acuerdo, pero eso vuelvo y repito es sólo un efecto.
Me gustaría aquí citar unas palabras de Platón al respecto:
“Si algún conciudadano pertenece a
una buena o mala familia o ha heredado algún defecto de sus antepasados, de una
u otra rama, el filósofo no sabe más de todas esas cosas que de cuántas copas
de agua hay en el mar. Y ni siquiera se ha dado cuenta de que las ignora,
porque, en efecto, si se mantiene alejado no es en función de su reputación,
sino porque en realidad sólo su cuerpo reside en la ciudad, mientras que su
pensamiento, que desdeña todas esas cosas por considerarlas carentes de valor,
adueñándose de alas, va, como dice Píndaro, ‘más allá de los cielos y más
debajo de la tierra’, buscando el firmamento y midiendo los campos, indagando
por todas partes la verdadera naturaleza de las cosas como un todo, sin
dirigirse nunca a lo que está al alcance de la mano” (Teeteto, 173e.).
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